En una vieja aldea olvidada vivía
solitariamente un viejo científico, que había pasado la mayor parte de su vida
dedicado a sus cálculos y experimentos.
Este científico antes de que
atardeciera solía salir de su casa a mirar a sus alrededores sin mucha
atención, vistiendo un pesado sobretodo que solía protegerlo de los vientos
fríos que por allí danzaban. Sus cabellos canosos y largos se arrebataban con
el correr de aquellos vientos y de alguna manera alcanzaban a refrescar su
memoria de tiempos pasados y dejados.
Un día avanzó en su descanso, un
poco más allá de lo habitual. Y se encontró con una caída de la cual no se
había percatado, justo al final de una ladera. Y su curiosidad natural de
científico, lo condujo a averiguar a dónde conducía ese paraje.
Se acercó entonces con sigilo, no
sin antes verificar la firmeza del barranco y se encontró con un abismo, cuya
distancia hasta el suelo resultaba más larga de lo que hubiera imaginado. Se
sorprendió entonces de encontrarse en un lugar tan alto y difícil de calcular
en distancia. Aún así su cerebro de científico lo desafió buscando una
respuesta.
Meditó por un instante cuánto
podía medir aquel abismo y las cifras se arremolinaron en su cabeza hasta que,
de pronto, vio descender una hoja seca con la lentitud de una dulce pluma, frágil
y tan livianamente que parecía estar disfrutando de su caída.
Aquella pequeñez detuvo su
pensamiento. Y el cálculo que había ya perdido se torno en una extraña reflexión:
“¿Y si fuese yo esa hoja que cayese?”.Y de esta manera su imaginación lo llevo
a verse caer con su cerebro de científico a una velocidad tan alta que, por
supuesto, estropearía cada uno de sus huesos. Y volvió a calcular: “¿A qué
velocidad podría caer en esa distancia?, ¿Podría salir con vida?, ¿Cuántas
dolorosas fracturas podría ganar una vez llegase al suelo?”
Pero, de pronto, al imaginarse
allí tendido, quizás más muerto que vivo, una sensación, también extraña y fría
lo invadió. Era la percepción de una segura muerte que podría arrebatarle sus
actuales pensamientos en un instante.
Entonces, en su interior, algo le
detuvo: “¡Espera!! ¡Calculador de
tonterías!!, ¿prefieres calcular tus heridas o sondear el mensaje de este
profundo abismo?”
Fue así, que decidió dejar de
calcular y se arriesgó a hacer algo distinto. Volver incalculable aquello que
ahora podía conservar: La vida que continuaba en el.
Después de respirar profundo
regresó a su cabaña de la vieja aldea y esa noche durmió pensando en convertirse,
quizás, en aquella dulce y liviana hoja
que aquella tarde vio caer.
Entre Dulce y yo.
Recuerdo de mis ex-compañeras del profesorado